Cada mañana despierto con un sol apagado. Mi cuerpo se despereza estirando sus pequeñas garras como si fuera un gato a punto de empezar su patrulla nocturna. Arrojo al entarimado los cojines que me dieron un falso consuelo en mi vigilia y las sábana satinadas, ellas solas, se deslizan al suelo.
En esta habitación a la que nunca le llega la luz, en la que la oscuridad es eterna y el espacio es un nuevo corsé, me despido. He de partir de nuevo para una búsqueda vana que es mi trabajo.
Camino segura por mi territorio, aun con ropajes ajenos, al encuentro de nuevos desconocidos. Sus rostros temerosos miran mi dulce sonrisa y, con azoramiento y dudas, rechazan la luz que les ofrezco por mor de mi juventud, por miedo a lo ignorado.
Un día más regreso de este viaje en el que parezco vagar sin rumbo, cual un árbol sin frutos, y, al entrar por la puerta de la morada en la que habito, me encuentro caminando sobre cristales, sin poder evitarlo, sorteando minas que nadie admite haber puesto.
El viento se levanta, habrá tormenta.